martes, 22 de junio de 2010

Marco Antonio Campos recibe reconocimiento

Premio Iberoamericano de Poesia
Ramón López Velarde





Medalla Ramón López Velarde 2010 ®Borzelli Photography



A PARTIR DEL ESTACIONAMIENTO DE FILOSOFÍA Y LETRAS DE LA UNAM*

Aún sospecho que me llamo Hernán Lavín Cerda y no es imposible que hayamos nacido en Santiago del Nuevo Extremo, como se decía en la época de Pedro de Valdivia. Digo hayamos nacido, pues cuando uno abre los ojos por primera vez hacia el cielo, también se abren los ojos de nuestros padres como en un segundo nacimiento: el de ellos. Es por eso que todo nacimiento será siempre en plural. El 13 de octubre de 1973 llegamos a México varios chilenos a raíz del golpe castrense al miocardio de la República de Chile. Ya en 1974 me había incorporado a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dentro del área de Letras Hispánicas. Y fue justamente allí, más bien en el estacionamiento de la Facultad, donde se inició nuestra fructífera amistad con el artista de la palabra Marco Antonio Campos, quien me obsequió un ejemplar de su obra Muertos y disfraces, recién editada. Hablamos largamente porque estaba muy conmovido con los sucesos trágicos de Chile. Me preguntó por la suerte de varios poetas: dónde estaban, si yo los conocía, y cuál sería su destino. Surgieron entonces los nombres de Gonzalo Rojas, Humberto Díaz Casanueva, Miguel Arteche, Enrique Lihn, Armando Uribe, Efraín Barquero, Jorge Teillier, entre otros. Me llamó la atención cuando vi lo bien informado que estaba sobre la poesía chilena, no sólo de aquellos días. Poco después me hizo llegar otras de sus obras: Una seña en la sepultura y La desaparición de Fabrizio Montesco. A los pocos meses, si no recuerdo mal, Marco Antonio empezó a escribir en las páginas culturales del semanario Proceso. A menudo me hablaba por teléfono para preguntarme algún dato o información sobre Pablo Neruda, a quien yo había conocido personalmente en el Cementerio General de Santiago de Chile, con motivo del último adiós a Lenka Franulic, la maestra inolvidable en la Universidad de Chile, la traductora de Virginia Wolf y directora del semanario Ercilla. Aún suenan en mis oídos las palabras de aquel poema en prosa de Neruda en el cementerio, allá por 1961: "Hoy me puse corbata negra para despedirte, Lenka".

Marco Antonio Campos era una esponja muy sensible, una especie de aguja sismográfica en el corazón del hombre. Quería conocer hasta los últimos detalles de aquel tiempo infausto para el desarrollo de un proyecto democrático que pretendía cambiar el rumbo de profunda injusticia social en Chile. Años después, me invitó a colaborar en una época de esplendor del
Periódico de Poesía que editaba la UNAM. Siempre mantuvo un criterio de apertura hacia las distintas líneas de desarrollo poético en nuestros países latinoamericanos, así como de otros continentes. Vitalidad, un sentido atento, no acartonado, nacional e internacional, buscando aperturas, entrevistas, ensayos y traducciones. Dejo aquí constancia de toda mi gratitud y solidaridad con él. La misma que sentimos de parte de tantos otros amigos y colegas de México. A vuelo de pluma o más bien de teclas del computador, se me vienen a la memoria viva los nombres de Juan Rulfo, Luis Cardoza y Aragón, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Guerra, Hugo Gutiérrez Vega, Margo Glantz, Huberto Batis, Augusto Monterroso, Ernesto Mejía Sánchez, José de la Colina, Miguel Donoso Pareja, Juan Bañuelos, Carlos Montemayor, Eduardo Langagne, Juan Domingo Argüelles, Margarita Peña, y tantos y tantos más, que siempre estuvieron junto a nosotros en las buenas y en las malas. Y junto a ellos, entre los jóvenes de aquellos años, nuestro querido Marco Antonio. La lista es mucho mayor, sin duda, y a quienes no he nombrado hoy les aseguro que viven en mí, en Nora, en el hijo Iván, eternamente. Repito aquí las palabras clásicas de un clásico que siempre nos acompaña. Me refiero al samurai de la canción, don Pedro Vargas: Muy agradecido, muy agradecido, y muy agradecido...

Vuelvo a Marco Antonio Campos. Congratulaciones por su Premio Latinoamericano Ramón López Velarde. Y a propósito: la primera vez que oí hablar de López Velarde con mucho entusiasmo fue a Pablo Neruda en la Sociedad de Escritores de Chile. Eso debe haber sido durante la primavera de 1960, pero no me crean en cuanto a la exactitud temporal porque la memoria es un invento de frágil conducta. Neruda dijo allí que las atmósferas de López Velarde eran recónditas e insólitas, con un sorprendente manejo de la adjetivación: una suerte de música nueva, provinciana y citadina.

Vuelvo a Marco Antonio. Sigue disfrutando con júbilo esta distinción y ponte a bailar de alegría como un niño. Alguien dijo alguna vez, sabiamente: "Quien pierde su alma de niño, pierde su alma para siempre". O lo que puede ser casi lo mismo: Si no vibramos con "los resplandores del relámpago", es posible que nos quedemos inmóviles en una parálisis no sólo del espíritu. Posdata: Alimentémonos bien: comamos frutas y verduras, caminemos y no contaminemos, bailemos al compás de la música de aquel Pérez Prado de los 50 y 60. ¿Será posible? Salud y más salud, mientras el buen amigo Pascual Borzelli toma las fotos como durante el primer día de la Creación del Mundo. Te abrazamos una vez más, como siempre, tus amigos Nora del Carmen y Hernán Lavín Cerda, ¿alias el Lobo Sapiens, Cayo Valerio Lavín Cerdus o acaso el Doctor Sutil? Casi al fin de julio del 2010 en la Ciudad de México, ¿antes o después de Jesucristo?



*Hernán Lavín Cerda, poeta chileno-mexicano.





En el Jerez de López Velarde*


“Fiel al más íntimo y querible de nuestros poetas”, amigo al que no conoció, Campos evoca el pueblo donde transcurrió la infancia del autor de La sangre devota, entre 1888 y 1900, y al que dedicó inolvidables versos.


En su niñez jerezana, López Velarde admiró el encanto de las niñas que poblaban la Plaza de Armas.


Vine la primera ocasión a Jerez en 1981. En algunos aspectos todavía era un pueblo que se veía en “el espejo diario” de finales del siglo XIX. A lo largo de las páginas de un ensayo póstumo, Xavier Villaurrutia destacaba los numerosos versos de López Velarde que tenían relación con el olfato. Se podía aún, yo podía aún, en aquel 1981, al caminar por las calles, respirar “el santo olor de la panadería”, las frutas del mercado de la tierra, los cuerpos de las muchachas que llamaban a las madreselvas... Uno podía ver aún las casas detenidas en el reloj inmóvil de décadas atrás, y luego de caminar por calle de las Flores, llegar a la Alameda, y ponerse bajo los “árboles máximos”, oír picotear a los troncos de los árboles a los “pájaros de oficio carpintero”, y podía uno entrever la figura alta y morena de nuestro poeta, cuando leía poemas en latín sólo interrumpido de súbito por el destello del vestido azul de Adela Molina. Imaginaban “aquellos ojos míos de 1981” (para adaptar un verso de Federico García Lorca) que al ver los ojos de las jóvenes bellas, yo les decía esos versos de Ramón, que a su vez él repetía en un poema como dicho por una señora del poblado: “Cuando busque mi hijo/ a su media naranja,/ lo mandaré vendado hasta Jerez”, y creía ver que ellas, en las calles o en la Plaza de Armas, bajaban un poco los párpados, inclinaban ligeramente la cabeza, y decían líneas de la “joyante canción” que cantaba la madrina de nuestro poeta: “Si soy la causa de lo que escucho,/ amigo mío, lo siento mucho”. Un prodigio de tierna sencillez popular que resume el desamor.


El escueto Jerez de finales del siglo XIX y principios del XX sería quizás de seis u ocho cuadras a la redonda, tendría numerosas casas donde habría un buen número de ejemplos de esa arquitectura llamada gótico-jerezano, casas con tapias de azulejos, balcones enrejados y patio o jardín interior, ese pequeño Jerez, al que rodeaban luego huertas y huertos, y después de aquel círculo, a lo largo y a lo ancho, las haciendas grandes y pequeñas. Como cuentan los cronistas, la tierra era fertilísima. Buena parte de ese pueblo y de ese mundo, que detalló bellamente Eugenio del Hoyo en su libro El Jerez de López Velarde y que el salvajismo revolucionario, en especial de los villistas de Pánfilo Natera, estuvieron a punto de dejar en ruinas, incluyendo este bellísimo Teatro Hinojosa, que quedó, como la misma capital del estado, descuidado durante décadas por la destrucción y el exilio de las familias. El teatro sólo se salvó por la desesperación de sus habitantes que llegaron a tiempo para sofocar el fuego. Por fortuna, algo de aquel Jerez empieza a recuperarse desde que se recibió la denominación de pueblo mágico, un pueblo mágico que sería impensable sin la invención verbal de López Velarde.


Salvo la Alameda, que ha sido definitivamente afeada por construcciones que pudieron hacerse en otro lado, uno puede aún solazarse transportándose en el tiempo a los sitios característicos que Ramón López Velarde nombró y amó: la Plaza de Armas, el Santuario, la Parroquia, el Jardín Brilanti, el teatro Hinojosa, la calle del Espejo, la calle de Las Flores, y a unos cuantos kilómetros la hacienda de la Ciénega, donde moró Josefa de los Ríos, Fuensanta, en una casa lacónica de la plaza, casa cuyas ventanas el adolescente jerezano no dejó de rondar, casa a la que con mi amigo José de Jesús Sampedro he visitado un par de veces, y en la que la dueña o inquilina amablemente nos acomide a pasar, y ya en la sala nos detalla lo que ella cree de buena fe de cómo y quiénes fueron Fuensanta y su familia, y en efecto, “la casa se dividió en dos, porque ventanas sólo hay una, sí señor, observó bien”, dice la señora a Sampedro.


Todo en López Velarde tocaba a la mujer. La infancia jerezana del poeta entre 1888 y 1900 tuvo para él el encanto de las niñas, a las que encontraba, por ejemplo, en la Plaza de Armas, la “plaza de musicales nidos”, donde rondaban, entre las “fuentes cantantes y los prados umbríos”, “el coro de chiquillas”, las “pequeñas torcaces” que le cantaban “en la mañana de un día claro y justo”, “las párvulas lindas y bobas” que le dejaron “una gota del filtro de amor en la frente”.


Si Plaza de Armas era el jardín grande, al Jardín Brilanti, que tenemos enfrente de aquí del teatro, se le llamaba, como ustedes saben, el jardín chico. A su modo, con la Alameda, eran los lugares confesados de soledad o esparcimiento del niño y adolescente jerezano. Pero el musical nombre de Jardín Brilanti, debido a algún decreto de quién sabe qué presidente municipal, que en un desdichado arranque de patriotismo inútil pero de escasa literatura, cambió el nombre por el de Miguel Hidalgo, como si no hubiera miles de jardines y miles de estatuas y miles de calles llamadas Miguel Hidalgo en el país y ni una sola con el nombre de Brilanti, quien fue, por demás, quien lo mandó diseñar y hacer, y no el padre de la patria. Ojalá vea el día que, en un arranque de sensatez, al Jardín Brilanti le sea regresado a su nombre original, nombre que además contiene un sonido metálico de campanilla de plata en la mesa. Menos mal, me lo digo con escaso consuelo, que el nombre del Teatro Hinojosa no ha sido cambiado por Teatro Luis Echeverría o Teatro Carlos Salinas de Gortari.


La Virgen de Guadalupe es la virgen nacional y en alguna medida americana, y lo fue también para López Velarde. “La médula de la patria es guadalupana”, escribió en un texto de El minutero. Pero regionalmente hay vírgenes de las cuales los mexicanos se sienten más cerca porque son de su región, de su ciudad o de su pueblo. La Virgen de la que se sintió más cerca el autor de Zozobra es la Virgen de la Soledad, la Madre Dolorosa que dolorosamente lo miraba en el Santuario, iglesia que fue el centro religioso del mundo del joven católico liberal, maderista y carrancista. López Velarde sabía que llegaba a Jerez desde que veía, subido en la carreta, el “valle azul y la azul sierra”, y luego lejos, allá, en el centro del pueblo, los campanarios, es decir, las “torres parleras”, las “torres ágiles”, “las torres gemelas” de ese Santuario donde se casaron sus padres, donde vio a Fuensanta un sinnúmero de veces, Santuario que preside la Virgen de la Soledad, que lo tenía –como dice en un verso- “comprado en cuerpo y alma”, lugar donde acaso soñó más de una vez casarse, y donde imaginó, casi al final de su vida, que la Virgen, “cabizbaja y benévola”, lo veía llorar y las aguas del llanto desbordaban el Santuario e inundaban las calles. En esa imagen RLV veía unidos simbólicamente las aguas del Bautismo y los Últimos Óleos, es decir, nacimiento y muerte. ¿Pero acaso en una lectura más atenta, no hay también el sentimiento de culpa de nuestro poeta por no haber vuelto a Jerez, de no vivir en Jerez, en ese lugar del que sentía que nunca debió salir? ¿No imaginó acaso en su poema “Mi villa”, en versos henchidos de ternura y nostalgia, cómo habría sido su vida aquí? Recordemos estos versos:



Si yo jamás hubiera salido de mi villa,


con una santa esposa tendría el refrigerio,



de conocer el mundo por un solo hemisferio.


Tendría, entre corceles y aperos de labranza,



a Ella, como octava Bienaventuranza.



Quizá tuviera dos hijos, y los tendría



sin un remordimiento ni una cobardía.



Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,



el niño iría de luto, pero la niña no.




Siempre que he venido a este hermoso y entrañable pueblo, lejos del ferrocarril y vivo en la poesía y en la imaginación de Dios, siento al caminar, que la silueta y la sombra de Ramón López Velarde me acompañan al lado. Tal vez esté ahora aquí en el teatro. Seguro está. No puede ser de otra manera. ¿Él debió regresar —el fantaseó regresar— a Jerez —¿no lo dijo?— “cardiaco y gotoso”? ¿No dijo acaso también en el poema final de Zozobra, su libro pedestal?:




Cuando me sobrevenga


el cansancio del fin,


me iré, como la grulla


del refrán a mi pueblo,



a arrodillarme entre



las rosas de la plaza,



los aros de los niños



y los flecos de seda de los tápalos.




Sin duda habrá alguien en este recinto que recuerde que José Juan Tablada escribió una carta al poeta guanajuatense Rafael López el 2 de agosto de 1921, es decir, un mes y medio luego de la muerte de Ramón, una carta que no puede leerse sin lágrimas. Habían pasado ya en ese 1921 la revolución armada en México y la Primera Guerra Mundial en Europa. Y Tablada escribe a López: “(…) Pero vino luego la muerte de nuestro querido Ramón, que me dejó atónito y me llenó de estupor. Por más que las hecatombes hayan asolado a nuestra patria y al mundo y nos hayan familiarizado con la muerte, en este caso la desgracia sobrepasó toda previsión. Yo siempre imaginé a Ramón fuerte, longevo, patriarcal, lleno de sabiduría y de progenie en una casona de su provincia amada. Cuando [yo] vuelva a [Ciudad de] México y no lo vea, voy a sentir como si en el lugar de la Alameda encontrara un gran socavón”.



*Palabras leídas al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde, en el Teatro Hinojosa de Jerez, Zacatecas, el 19 de junio de 2010, autorizado por su autor, Marco Antonio Campos.







Ceremonia de entrega del Premio Iberoamericano de poesía Ramón López Velarde, David Eduardo Rivera Salinas, director del Instituto Zacatecano de Cultura, Alma Araceli Ávila Cortes, presidenta municipal de Jeréz, Zacatecas, Amalia García, gobernadora del estado de Zacatecas, el poeta Marco Antonio Campos y el poeta y promotor cultural José de Jesús Sampedro. ®Borzelli Photography



Sobre Marco Antonio Campos*



Conocí a Marco Antonio Campos en las oficinas del Pésimo Piso de Rectoría, donde el explosivo laboratorio o locomotora que en ese momento era la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM se hallaba, y cuyo maquinista era Hugo Gutiérrez Vega. Marco Antonio trabucaba con la Revista de la Unam, pasaba a empellones por la esquina mágica de Material de Lectura, hilaba y deshilaba las páginas de Los Universitarios, sin parar nunca un minuto, ajeno a la parsimonia de algunos de quienes por ahí iban haciendo pinos y pininos en la literatura.

Lo recuerdo en la
Plaza de Mixcoac, doblemente, porque ahí me lo encontré varias veces, porque sus alrededores aparecen en algunos de sus poemas, como aparece Viena y todo lugar en el que ha puesto el ojo y el corazón.

Y lo veo levantando el arcabuz para disparar al aire explosión tras explosión de inimaginables pero ciertísimos encuentros de poetas, unos aquí y otros en otra hora, desde las páginas del
Periódico de Poesía, primero, que él fundó, y después en el Festival de Poetas del Mundo Latino, que ha sabido llevar con mano animada y enorme generosidad.

*Pedro Serrano, director de la revista electrónica de Poesía, de la Unam.





Ceremonia de entrega del Premio Iberoamericano de poesía Ramón López Velarde, Alma Araceli Ávila Cortes, presidenta municipal de Jeréz, Zacatecas, Amalia García, gobernadora del estado de Zacatecas, el poeta Marco Antonio Campos y el poeta y promotor cultural José de Jesús Sampedro. ®Borzelli Photography



Mi visión de Marco Antonio Campos *


Cuando corren por partida doble los rieles de la amistad y de la admiración, y miramos hacia delante como lo hacemos en las carrileras de un tren, se tiene la sensación de que se unen esos rieles para convertirse en uno solo. De esa naturaleza son mi aprecio por la persona de Marco Antonio Campos y por su poética.

Desde que lo conozco y desde que lo vuelvo a ver en México, en España o en Colombia, siempre se renuevan esas dos instancias.

Marco Antonio deja a su paso, tanto en su conversación como en su escritura, la sensación de estar ante una entidad humana pasional y generosa, crítica e irónica pero no por eso menos cálida e insatisfecha. Su insatisfacción con la realidad atroz de nuestros países comunes, el prontuario que le sigue a esa misma realidad, es una suerte de catalejo que no usa por el lado de la lejanía, que más bien lo enfoca pensando en lo que le ocurre en los demás, en la cercanía con el otro.


* Juan Manuel Roca, poeta colombiano.







Reconocimiento por la Universidad de Zacatecas. En la Universidad de Zacatecas, los poetas Antonio Cisneros, Miguel Covarrubias y su esposa, Víctor Manuel Cárdenas, Juan Manuel Roca, Marco Antonio Campos, José de Jesús Sampedro, Stefaan van den Brent, Silvia Mijares, scretario de la Universidad de Zacatecas Armando Silva Chairez y David Eduardo Rivera Salinas, director del Instituto Zacatecano de Cultura. ®Borzelli Photography



Para la realización de la crónica antropológico-fotográfica de la entrega a Marco Antonio Campos del Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde 2010, en el marco de las Jornadas Lopezvelardeanas 2010, se tuvo el apoyo, entre otros, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes así como de amigos, poetas y escritores.


Fotografías: Pascual Borzelli Iglesias para abartraba

Diseño y edición: Miguel Borzelli Arenas



Todas las fotografías están protegidas con derecho de autor. Si desea utilizar nuestras fotos, por favor contactarnos vía correo electrónico.

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